domingo, 25 de mayo de 2014

Para 11º-25 de Mayo-2014





FUNDAMENTO DEL ESTADO DEMOCRÁTICO *
Por Baruch Spinoza
Así, pues, se puede formar una sociedad y lograr que todo pacto sea siempre observado con máxima fidelidad sin que ello contradiga al derecho natural, a condición que cada uno transfiera a la sociedad todo el derecho que él posee, de suerte que ella sola mantenga el supremo derecho de la naturaleza a todo, es decir, la potestad suprema, a la que todo el mundo tiene que obedecer, ya por propia iniciativa, ya por miedo al máximo suplicio.
El derecho de dicha sociedad se llama democracia; ésta se define, pues, la asociación general de los hombres, que posee colegialmente el supremo derecho a todo lo que puede. De donde se sigue que la potestad suprema no está sometida a ninguna ley, sino que todos deben obedecerla en todo. Todos, en efecto, tuvieron que hacer, tácita o expresamente, este pacto, cuando le transfirieron a ella todo su poder de defenderse, esto es, todo su derecho. Porque, si quisieran conservar algo para sí, debieran haber previsto cómo podrían defenderlo con seguridad, pero, como no lo hicieron ni podían haberlo hecho sin dividir y, por tanto, destruir la potestad suprema, se sometieron totalmente, ipso facto al arbitrio de la suprema autoridad. Puesto que lo han hecho incondicionalmente (ya fuera, como hemos dicho porque la necesidad les obligó o porque la razón se lo aconsejó), se sigue que estamos obligados a cumplir absolutamente todas las órdenes de la potestad suprema, por más absurdas que sean, a menos que queramos ser enemigos del Estado y obrar contra la razón, que nos aconseja defenderlo con todas las fuerzas. Porque la razón nos manda cumplir dichas órdenes, a fin de que elijamos de dos males el menor.
Adviértase, además, que cualquiera podía asumir fácilmente este peligro, a saber, de someterse incondicionalmente al poder y al arbitrio de otro. Ya que, según hemos demostrado, las supremas potestades sólo poseen este derecho de mandar cuanto quieran, en tanto en cuanto tienen realmente la suprema potestad; pues, si la pierden, pierden, al mismo tiempo, el derecho de mandarlo todo, el cual pasa a aquel o aquellos que lo han adquirido y pueden mantenerlo. Por eso, muy rara vez puede acontecer que las supremas potestades manden cosas muy absurdas, puesto que les interesa muchísimo velar por el bien común y dirigirlo todo conforme al dictamen de la razón, a fin de velar por sí mismas y conservar el mando. Pues, como dice Séneca, nadie mantuvo largo tiempo gobiernos violentos.
Añádase a lo anterior que tales absurdos son menos de temer en un Estado democrático; es casi imposible, en efecto, que la mayor parte de una asamblea, si ésta es numerosa, se ponga de acuerdo en un absurdo. Lo impide, además, su mismo fundamento y su fin, el cual no es otro, según hemos visto, que evitar los absurdos del apetito y mantener a los hombres, en la medida de lo posible, dentro de los límites de la razón, a fin de que vivan en paz y concordia; si ese fundamento se suprime, se derrumbará fácilmente todo el edificio. Ocuparse de todo esto incumbe, pues, solamente a la suprema potestad; a los súbditos, en cambio, incumbe, como hemos dicho, cumplir sus órdenes y no reconocer otro derecho que el proclamado por la suprema autoridad.
Quizá alguien piense, sin embargo, que de este modo convertimos a los súbditos en esclavos, por creer que es esclavo quien obra por una orden, y libre quien vive a su antojo. Pero esto está muy lejos de ser verdad, ya que, en realidad, quien es llevado por sus apetitos y es incapaz de ver ni hacer nada que le sea útil, es esclavo al máximo; y sólo es libre aquel que vive con sinceridad bajo la sola guía de la razón. La acción realizada por un mandato, es decir; la obediencia suprime de algún modo la libertad; pero no es la obediencia, sino el fin de la acción, lo que hace a uno esclavo. Si el fin de la acción no es la utilidad del mismo agente, sino del que manda, entonces el agente es esclavo e inútil para sí. Ahora bien, en el Estado y en el gobierno, donde la suprema ley es la salvación del pueblo y no del que manda, quien obedece en todo a la suprema potestad, no debe ser considerado como esclavo inútil para sí mismo, sino como súbdito. De ahí que el Estado más libre será aquel cuyas leyes están fundadas en la sana razón, ya que en él todo el mundo puede ser libre, es decir, vivir sinceramente según la guía de la razón, donde quiera. Y así también, aunque los hijos tienen que obedecer en todo a sus padres, no por eso son esclavos: porque los preceptos paternos buscan, ante todo, la utilidad de los hijos. Admitimos, pues, una gran diferencia entre el esclavo, el hijo y el súbdito. Los definimos así: esclavo es quien está obligado a obedecer las órdenes del señor, que sólo buscan la utilidad del que manda; hijo, en cambio, es aquel que hace, por mandato de los padres, lo que le es útil; súbdito, finalmente, es aquel que hace, por mandato de la autoridad suprema, lo que es útil a la comunidad y, por tanto, también a él.
Con esto pienso haber mostrado, con suficiente claridad, los fundamentos del Estado democrático. He tratado de él, con preferencia a todos los demás, porque me parecía el más natural y el que más se aproxima a la libertad que la naturaleza concede a cada individuo. Pues en este Estado, nadie transfiere a otro su derecho natural, hasta el punto de que no se le consulte nada en lo sucesivo, sino que lo entrega a la mayor parte de toda la sociedad, de la que él es una parte. En este sentido, siguen siendo todos iguales, como antes en el estado natural. Por otra parte, sólo he querido tratar expresamente de este Estado, porque responde al máximo al objetivo que me he propuesto, de tratar de las ventajas de la libertad en el Estado. Prescindo, pues, de los fundamentos de los demás Estados, ya que, para conocer sus derechos, tampoco es necesario que sepamos en dónde tuvieron su origen y en dónde lo tienen con frecuencia; esto lo sabemos ya con creces por cuanto hemos dicho. Efectivamente, a quien ostenta la suprema potestad, ya sea uno, ya varios, ya todos, le compete, sin duda alguna, el derecho supremo de mandar cuanto quiera. Por otra parte, quien ha transferido a otro, espontáneamente o por la fuerza, su poder de defenderse, le cedió completamente su derecho natural y decidió, por tanto, obedecerle plenamente en todo, y está obligado a hacerlo sin reservas, mientras el rey o los nobles o el pueblo conserven la potestad suprema que recibieron y que fue la razón de que los individuos les transfirieran su derecho. Y no es necesario añadir más a esto.
Spinoza, Baruch, TRATADO TEOLÓGICO-POLÍTICO, Capítulo XVI.
Traducción, introducción, notas e índices de Atilano Domínguez.
Madrid: Alianza Editorial, 1986.
* Este título no está en el original. [P.B.]

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